El amor después del amor: elogio del lugar común. Por Javier Martínez Ramacciotti para Bitácora de vuelo

“Al final ella muere y él se queda solo,
aunque en realidad se había quedado solo varios años antes
de la muerte de ella, de Emilia.
Pongamos que ella se llama o e llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba o se sigue llamando Julio
Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura.”
Bonsai, Alejandro Zambra 

Dos personas se conocen. Son extrañas la una a la otra, pero un equívoco les hace pensar que ya se habían visto alguna vez. Es como si desde siempre hubieran estado esperando reconocerse. El destino no existe, obvio, somos grandes, pero no importa, lo que importa es el “como sí”; en ese símil se encuentra el pasaje con el que se entra a la intimidad, siempre retraída, de las personas. Dos personas se conocen “como si” se conocieran, y recomienzan en una fiesta una charla interrumpida vaya uno a saber desde cuándo. Después, previsiblemente, comienzan a verse y salir; entonces, igualmente de esperable, construyen una relación que el relato de la nouvelle nos deja espiar en fragmentos dispersos, sin unidad narrativa que los articule en una secuencia límpida, lisa y llanamente porque no existen secuencias puras en una relación sino flashes que se alumbran a la distancia y cuya colisión de claroscuros configuran el cuadro desmenuzado que, por pereza, nominamos “una relación”. Luego, sin grandes sorpresas, no es este un relato de sobresaltos, es más bien una narración honesta, digo, luego, se separan. Las razones son tan oscuras como banales, tan extrañas como superficiales, tan enigmáticas como obvias: así como dos personas se encuentran, del mismo modo un día notan que sus cuerpos están un centímetro más alejados que antes y descubren que ese centímetro es insalvable. No hay tragedia, hay cuerpos que un día se encontraron “como si” se conocieran y luego tomaron caminos separados “como si” no lo hicieran. Listo. Fin del misterio.
Así podría resumirse lima y limón, la nouvelle de Antonio Jiménez Morato que acaba de sacar Editorial Nudista, si la literatura fuera factible de resumirse; no lo es, claro, pero tampoco fue mi intención. Quería marcar un “tono”, una “tonalidad afectiva” que privilegia la prosa de Morato y que es, a mi parecer, el mayor logro del libro: ingresar a un tópico suficientemente cristalizado- el (des)amor- sin pretender renovarlo ni subvertirlo, pero tampoco adecuándose a lo peor de sus derivas de sentimentalismos estridentes, a su tentación siempre latente de convertir los encuentros en inmensos acontecimientos excepcionales que cortan la historia del amor en dos. Lo dijimos: dos personas se encuentran, y luego dos personas siguen sus rumbos. Es el vicio más viejo del mundo, y es hermoso, pero también es común. Es, efectivamente, un lugar común. La nouvelle se detiene reflexivamente en varios fragmentos del relato para asegurarnos- asegurarse- que no quiere ornamentar, que no quiere exagerar, que no quiere hacer literatura y que percibe cuando lo que cuenta es un lugar común; y sin embargo, lo hace, pero como bien repite en varias ocasiones: lo hace honestamente. Podríamos afirmar, entonces, que la prosa de Morato no esquiva el Cliché sino que intenta habitarlo honestamente, con levedad y conciencia, hasta convertir al Cliché en un lugar común. Es así, por esa táctica entrista y el uso de un lenguaje sin culpa pero sin pretensión de protagonismo, que progresivamente vamos notando el modo por el cual un Estereotipo- los enamorados- deja de hablar por los cuerpos y se transforma en un espacio en el que esos cuerpos, de ese modo, lo comienzan a habitar, es decir, comienzan a apropiárselo en un litigio en el que ninguno elimina al otro: nunca el encuentro será tan excepcional que opaque la Lengua del Amor, pero tampoco esa Lengua será una máquina impersonal que utilice los cuerpos como marionetas. Deshacer El Amor no es negarlo, sino reinventarlo; o dicho de otro modo: es chocar al Cliché con la fuerza de un encuentro para armar con los restos de ese golpe un espacio que los contenga, colisionar con la prepotencia honesta de un encuentro al Cliché hasta transformarlo en un lugar común y habitable: deshacer el amor, sí, pero para devenir finalmente capaces de amar.
Y no otra cosa hace Morato con La Literatura sobre (des)amor, reduplicando la táctica de sus personajes en el nivel de lo simbólico. Hace ingresar a lima y limón- que, como toda escritura que vale la pena, es un encuentro- en la serie de Literatura sobre (des)amor, y en ese sentido no pretende el ostracismo de lo inclasificable; pero lo hace, adelantamos, hablando esa serie en “voz baja”, minorizándola- usando a Deleuze, ya que el propio Morato lo usa- y así volviéndola habitable, capaz de ser amable. Dos personas se encuentran y luego siguen sus caminos. Todo el resto es literatura, sí, pero ahora también la literatura es amable, capaz de amar y ser amada. Yo me encontré con lima y limón “como si” nos conociéramos, empezamos a salir, vivimos juntos, nos separamos y luego escribí sobre ello. Eso es todo. Fin del misterio.
Y todo el resto es Crítica.

Dos nota a pie de página
- así como un encuentro no es una Historia, sino una secuencia repleta de notas a pie de página- una página en blanco-, también lo es la crítica, esa inusual e incomprendida forma del amor-

1- El presente del relato es el presente de una separación. Pero su comienzo coincide con un “darse vuelta”, realizando un giro sobre la historia que se dirige al pasado de las personas involucradas, y ahí encontramos lo que podríamos llamar la primera impugnación al “privilegio del presente“; como si al desamor absoluto no le correspondiera la dignidad de una historia, como si la escritura supiera que “lo que es” carece de importancia si no es para Dos. Pero hay una segunda torsión que la escritura realiza en su “regreso al pasado”: el pasado no es la límpida secuencia que explicaría el desasosiego del presente; el pasado se emancipa de ser un índice larvario del momento presente del relato (y de su narrador), y se apropia así de una autonomía y una belleza que no cabe llamar de otro modo que no sea “una belleza amable“.
Y, de este modo, al finalizar el libro,  descubrimos que el presente de una separación y un desamor absoluto no importan, o importa tanto como cualquier cosa; que el relato nos confiesan una verdad difícil de soportar: que no hay separaciones ni desamor sino sólo encuentros que dan todo lo que pueden dar, y que luego se descomponen en búsqueda de otros encuentros. Y que todo encuentro amoroso, por el hecho de ser en el tiempo- y no poder sostenerse en el acontecimiento intemporal del arrebato-, es ya un des-encuentro; que todo abrazo convive con la lejanía; que toda historia de amor es, al mismo tiempo, una historia de des-amor.
Y que nada podemos hacer con ello, más que explorar y explotar esa aporía hasta el límite de lo soportable. Eso que, a riesgo de no decir nada, llamamos amar.

2-  Devenir capaz de amar es acceder a la potencia del amor, es decir, a la gramática de su poder. Esa gramática no es del orden del Saber- ya Spinoza nos alertó que nadie sabe lo que puede un cuerpo, menos que menos unos cuerpos puestos bajo condición del encuentro- y,  como sostiene Agamben, debe afirmar simultáneamente tanto el poder como el poder no. Amar, en su infinitivo, es acceder a una zona donde la experimentación siempre va un paso más allá de todo Saber y en la cual uno siempre ama tanto como no lo hace. Devenir capaces de amar es, por lo tanto, ser capaces de sostener un amor más acá y más allá de su “ruptura” fáctica,  un amor después del amor. Se trata de desplegar  la fidelidad a  las consecuencias de un encuentro, a la estela incorporal que generan dos masas corporales al colisionar. El amor es el éter que se mantiene flotando luego de que los cuerpos toman direcciones inconciliables. “aunque ningún amor se va del mundo sin dejar su huella” (Silvio Mattoni). O sea, sin dejar restos. Ser capaces de amar es conservar ese resto insistente, ese testimonio siempre dispuesto a volver a testimoniar, y acaso la literatura sea el lugar de esa habla insistente: dos personas se amaron y todo el resto es literatura, no diría, entonces, una separación entre experiencia (indecibilidad reacia a la representación) y lenguaje(aplastamiento simbólico de la singularidad en la equivalencia general del signo), sino la posibilidad de la literatura de ser ese lugar donde se conserva un encuentro en su dimensión de potencia, donde la fidelidad más radical continúa desplegando efectos de ese cruce, donde lo que alguna vez comenzó no deje nunca de comenzar: la literatura, entonces,  como el lugar comúnpara todos los amantes del mundo, un cielo estrellado en el que aún miramos el brillo de esos instantes en los que alcanzamos nuestra más alta potencia y fuimos capaces de amar, aunque sea poco tiempo, aunque sea por un par de páginas.
Y sí, todo el resto son nuestros días mortales, en los que el discurso amoroso sigue penando, como en la época de Barthes, de una extrema soledad.